Obsesión: “No puedo sentarme entre dos personas. Sólo puedo hacerlo en las cabeceras y cerca de la puerta”
Gigantes fraternales
Una teoría sobre el desarrollo injusto, así pensó llamarla entre sus colegas. Era una proposición muy interesante para ella pero que jamás tuvo cabida en su familia. Estaba claro que los beneficiarios de las hipótesis, sus hermanos en este caso, nunca se obsesionan con ellas. Sólo los que sufren los dogmas, ella y todas las como ella, pueden ser esclavos de la propia fascinación intelectual de querer explicar lo inexplicable: El porqué del tamaño de su padre, grotesco, o la razón de lo diminuto de su madre, sutil y frágil, o la causa incierta del traspaso con copia paradójica y casi perfecta, de todas esas desmedidas de generación en generación.
Miguel y Pablo eran mellizos, entraron a la primaria midiendo metro sesenta y cuando la terminaron ya medían un poco más de dos metros. Ella tenía siete años cuando los vio nacer en la caja de la camioneta familiar, pero cuando finalmente llegaron al hospital, tres horas después del accidentado nacimiento, se dio cuenta que ya habían crecido mucho más de lo aceptable. Tanto, que ella pensó que si se hubiera retasado el parto unos minutos más, jamás hubieran podido salir de aquel pequeño magullado útero.
Los gigantes no tenían maldad pero sabían perfectamente bien las bondades de su ventaja diferencial y gozaban molestando a su hermana mayor apenas la superaron en altura. Eso pasó cuando cumplieron cinco años, evento que coincidió, aunque ella ya no creía en paradojas, con su primera menstruación.
Las bromas eran físicas, no podían ser de otra manera, y simplemente se basaban en restricciones de movilidad. Ellos funcionaban como vallas cada día más difíciles de superar. Le cortaban el paso, la obligaban a dar vueltas para evitarlos, le tapaban la vista en el auto, niñerías ingenuas que haber seguido así ella podría haber aprendido a amarlos toda la vida. Y quizás lo que terminó pasando no fue responsabilidad consiente de los gigantes pero a ella la marcó para siempre.
La abuela volvía milagrosamente a cumplir años, por eso decidieron, nunca supo bien quien tuvo la idea, que el festejo incluyera a primos y primos segundos. Eso hizo que tuvieran que expandir la mesa familiar a su máxima extensión y aún así los veinte comensales entraron más que apretados en sus asientos. A pesar que hizo todo lo posible para sentarse cerca de su primo Alberto, pequeño y apuesto, su madre la mandó a buscar las servilletas que los mellizos se olvidaron de poner y cuando volvió, el único lugar libre que le quedó fue en el medio de la mesa, entre sus graciosos hermanos y de espaldas, casi pegada a la pared. Dos tíos, una prima, un primo y uno de sus hermanos tuvieron que levantarse para que ella llegara a su lugar y encima de la incomodidad de todo el movimiento se dio cuenta al llegar a su lugar, apenas se sentó, que debería haber pasado antes por el baño.
Hay un gen que tienen todos los bromistas que les da la capacidad de anticipar los inconvenientes de su presa. Los mellizos lo tenían y supieron en el instante que tenían atrapada a su hermana. Ella en las antípodas de lo espontaneo creyó que mentalmente iba a contralar sus deseos y que aguantaría toda la cena sentada sin demasiados problemas. Pero el pollo estaba picante y Miguel no paró de servirle agua durante todo el suplicio. Una sola vez intentó pararse pero las manos, por debajo de la mesa, de sus elefantiásicos acompañantes la volvieron en el acto a su lugar.
Haberse entregado sin luchar con lo gigantes, sin levantar la voz, empapando una falda blanca que nunca volvió a usar no era el problema. Había caído derrotada por lo indeseable, por el descontrol, por su propio pequeño cuerpo y supo que eso marcaría toda su vida futura de tantas formas, que siempre le pareció inofensiva, como un resabio inútil de un mal mayor, la manía de sentarse en la cabecera de cualquier mesa.
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